15 feb 2011

EL VIAJE DEL ABUELO


Había una vez un matrimonio que vivían en una casa de campo cerca del pueblo, eran felices con su vida sencilla y con su campo. El señor Juan tenía su huerto sembrado de toda clase de verduras. La señora Julia tenía doce gallinas que cuidaba con esmero. La casa era muy bonita, con muchas ventanas y mucha luz, en el salón tenía una chimenea que cuando llegaba el invierno siempre estaba encendida. En aquella casa había paz y armonía, aunque siempre se echaban en falta los hijos y los nietos. Estos se fueron a Madrid en cuanto se hicieron mayores, se colocaron allí y se casaron también. Por las fiestas de Navidad venían a visitarlos, cuando llegaban, por la puerta entraba la alegría.
Un día de estos estaba el matrimonio sentado a la vera de la chimenea, el perro que era muy grande estaba tendido entre los dos, el gato debajo de la butaca de Julia, y el canario regalaba sus alegres cantares a los cuatro. Juan estaba pensativo y su mujer le pregunto:
-¿Qué te pasa que estas tan callado?.
Pienso en nuestros hijos y  me gustaría que fuésemos a Madrid a visitarlos, nosotros no hemos ido nunca. Conmigo no cuentes, a mi me da miedo un viaje tan largo, y según cuentan los niños Madrid es muy grande y hay mucha gente por todas partes.
Julia escribió a sus hijos contándole que a su padre le hacía ilusión viajar a Madrid para verlos, pero que ella no iría y se quedaría en casa para cuidar a los animales. Los hijos se pusieron muy alegres de la visita de su padre y le compraron un billete de tren para que fuese a visitarlos.
Aunque a Juan no le gustaba la idea de viajar solo,  nunca se habían separado de su mujer, pero Julia lo tranquilizo, diciéndolo que Ana su vecina le haría compañía, además tenía al perro  y al gato que siempre le hacían compañía. Y empezaron los preparativos del viaje, en una maleta la ropa, en un canasto el chorizo y los huevos frescos. Y  el encargo de que tuviera cuidado con la cartera del dinero. Se despidieron deprisa y un poco atribulados  con tanta cosa por cargar.
Cuando llego a Madrid estaba cansado del viaje tan largo, en la estación le estaba esperando uno de sus hijos con el nieto mayor, cuando vio la estación quedo asombrado, pues era enorme y con gente corriendo de un lado para otro.
Subieron al metro en volandas, él perplejo, no entendía porque la gente corría tanto, se empujaban y no mediaban palabra alguna. Su hijo y nieto no supieron responder.
Cuando por fin llegaron a casa de su hijo, que vivía en un piso, tuvieron que subirse  en el ascensor, y eso a Juan no le gustaba mucho, y pensó que qué distinta era la vida en la ciudad.
 Saludo al resto de su familia con mucha alegría y conversaron todos durante un buen rato, todos le escuchaban con atención:
-       Cuando yo era un zaga lote, e íbamos a visitar a la familia, que vivía en el pueblo de al lado, a mí me subían al burro, mi madre preparaba las alforjas y nos echaba pan, morcilla y uvas para el camino, a mi padre no se le olvidaba echar también la bota de mosto que el mismo pisaba. Y allá que íbamos, echábamos dos días en llegar, cuando se hacía de noche en el camino comíamos y luego tendíamos una manta y allí mismo dormíamos, en verano yo me dormía mirando al cielo, pues me gustaba contar las estrellas. Allí me quedaba dormido junto a mi padre. Al día siguiente cuando amanecía los pajarillos empezaban a cantar y nos despertaban temprano y veíamos conejos, liebres y perdices por todos los campos. Una vez mi padre no apretó bien la cincha del burro y cuando más tranquilos estábamos se aflojó, el aparejo dio la vuelta y yo salí rodando, pero no me pasó nada.
 Los nietos escucharon la historia del abuelo con mucha atención y no  pareciéndole  bastante con la que les había contado,  querían que éste les contara otra historia más, pero eso sería mañana pues estaba muy cansado.
Al día siguiente el hijo y el nieto mayor se pusieron de acuerdo para que este último enseñara un poco Madrid al abuelo.
Lo primero fue llevarle a la panadería industrial del padre de un amigo suyo. Cuando llegaron les dejaron entrar por dentro para que la vieran, el abuelo se quedó asombrado, el horno tenía las puertas metálicas, había muchachos y muchachas vestidos de blanco que ponían las barras de masa en unas estanterías con ruedas y las metían en aquel horno tan grande, entonces el abuelo tras ver cómo eran las panaderías  de ahora, empezó a relatar cómo eran antaño.
-       Me acuerdo cuando mi padre y yo íbamos al molino a llevar el trigo que habíamos recogido del campo y el molinero nos lo cambiaba por harina. A mí me gustaba mirar el techo que era muy alto y tenía muchas telarañas llenas de harina, la molinera que era regordeta, siempre me daba un pico o una rosquilla de pan recién hecha. Después mi madre que tenia la artesa preparada, amasaba el pan y mi padre preparaba el horno de piedra que teníamos detrás del rancho para que se fuera calentando mientras mi madre amasaba. Parece que la estoy viendo con el pañuelo en la cabeza, el delantal blanco y las mangas remangadas por encima del codo. Cuando estaban hechas las teleras, las ponía en una tabla, las pinchaba, las tapaba con un paño y después de subir las cocían en el horno y estaban buenísimas.
           Después de la visita a la panadería decidieron llevar al abuelo al centro comercial, para que lo  viera, eso seguro que le asombraría y aprovechar también para comprar un regalo a la abuela.
     Al día siguiente cuando desayunaron se pusieron en marcha.
           Cuando llegaron al centro comercial el abuelo quedó parado en la puerta admirado con tanta gente entrando y saliendo, el nieto cogió al abuelo del brazo para que no se perdiera y le dijo:
-       Vamos a subir a la otra planta por las escaleras mecánicas, tú pones el pie cuando yo  lo ponga y te quedas quieto. Cuando llegaron a la otra planta el abuelo dijo:
-       Yo prefiero subir por la escalera normal, que tengo las piernas buenas todavía.
Mientras, el nieto, no dejaba de reír.
-       Quisiera que se me quedara en la mente todo esto para explicárselo a la abuela.
-       Anda, ponte ahí, que te voy a hacer una foto para que se la enseñes a la abuela.
-       ¿Qué le vamos a comprar?
-       Le compraremos aquel pañuelo tan bonito y unos pendientes.
El abuelo se quedó mirando a todas las dependientas y dijo:
-       Son todas tan bonitas, no hay ninguna fea.
-       Cuando lleguemos al piso te contaré como era el comercio en mis tiempos.

            Ya cansados decidieron regresar a casa, para subir al piso tuvieron que coger  el ascensor, aunque al abuelo no le hacía ninguna gracia y comento:
-       No me hace gracia meterme otra vez en esa alacena, pero bueno tendré que acostumbrarme a los cambios de hoy en día.
           Estaba muy cansado pero feliz de haber visto tantas cosas. Se sentó en el sofá, los nietos más pequeños se sentaron a su lado. La nuera le trajo un vasito de zumo para reponer fuerzas. Los niños esperaban otra historia y el abuelo sonrió al ver sus caritas.
-       Pues veréis, cuando tu padre y tu tío eran como ustedes ahora, en el pueblo  no había ninguna tienda. De cuando en cuando venia un hombre con su camión, le decían el buhonero, traía de todo, mantas, zapatos.. Tu abuela se enteraba por las vecinas y me decía que era menester ir, pues las botas de los niños ya estaban muy gastadas. Yo preparaba la burra blanca que era la más noble, y tu abuela se subía con tu padre y tu tío y allá que íbamos. Después de comprar las botas, algunas telas y alguna cacerola dábamos una vuelta por las calles del pueblo para saludar a los parientes y vecinos conocidos.
Un día nos encontramos a un hombre que cambiaba las suelas de las alpargatas viejas por juguetes, tu padre y tu tío llevaban una bolsa llena de ellas para cambiar. A la vuelta de una esquina apareció también un muchacho con una cajita de dulces pregonando.
-        Cómpreme el gallito, la gallinita….
-       Cuando volvíamos a casa veníamos contentos y cansados.
-       Bueno ¿y mañana que haremos?, mañana iremos al retiro abuelo para que lo conozcas.
            A la mañana siguiente todos fueron en el coche, los pequeños se peleaban por ir a la vera del abuelo. Esto me gusta más que el metro decía el abuelo.
           Éste iba mirando las calles y avenidas, pasaron cerca de la Cibeles, de la Puerta de Alcalá y por fin al Retiro. El abuelo estaba admirado de ver aquellos árboles tan altos,  tantas plantas y flores tan bien colocadas. Los nietos estaban contentos, tiraban del abuelo de acá para allá para ver todo. Hasta vieron una ardilla y todo.
Él iba disfrutando de todo lo que veía pero de vez en cuando se quedaba callado, los niños que se daban cuenta, le preguntaban,
-       ¿Que te ocurre abuelo?
-       Echo de menos a la  abuela.
-       ¿Porqué abuela no ha querido venir?, porque es muy asustona y le da miedo viajar.
Entonces el abuelo comentó:
-       Ya es hora de volver, tengo que amarrar las lechugas.
-       Y para que las tienes que amarrar, ¿para que no se escapen?
-       No chiquitín, para que salgan los cogollos blancos y tiernos.
-       Entonces vamos a amarrar al pequeño para que se ponga más blanco, que está muy moreno.
-       Ni se os ocurra, dijo la madre, mientras todos reían.
-       Cuando vengáis al pueblo os voy a enseñar a sembrar patatas y maíz, y otras muchas cosas.
Unos de sus nietos comento:
-       Yo me voy ya abuelo, que la escuela es muy pesada y la seño me regaña mucho.
         El abuelo iba muy contento de todo lo que había visto y de lo que le llevaba a la abuela, también llevaba muchas fotografías que habían hecho sus nietos durante toda la visita para que las viera la abuela. Sus hijos y nietos fueron todos a despedirle en la estación, contentos de que hubiera venido y un poco tristes de que ya se marchara. Todos prometieron ir al pueblo para Navidad.
            Juan de regreso a su pueblo, iba contento de volver a ver a su mujer, de volver a la tranquilidad de su vida en el campo, de volver a oír a los pajarillos silvestres y a sentir la brisa fresca en la cara. En fin todo lo que le faltaba en la capital.
            Después del tren el autobús le dejo al comienzo del carril que llevaba hasta su rancho. Ni le pesaba la maleta ni le pesaban los pies, volver a su casa por aquel carrilillo le rejuvenecía el alma y a pesar de que echaba de menos a sus hijos y nietos su corazón iba loco de contento de ver a Julia, su esposa.
            Y allí, en la puerta de la casa, con el vestido de los domingos, estaba esperándole de pie, con la misma alegría y brillo en la mirada de cuando novios Julia.

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